martes, 9 de noviembre de 2010

Sobre las Obras, la Fe y el Mérito Primera Parte

A continuación, exponemos la doctrina verdadera acerca de la relación entre las obras y el mérito en la explicación bellísima del Cardenal Cayetano, 1532, primera parte.

Sobre las Obras
Postura de los luteranos sobre las obras
Positio Lutheranorum de operibus

Enseñan los luteranos que nuestras obras no merecen ni la gracia ni la vida eterna, ni satisfacen tampoco por los pecados, porque Cristo nos mereció muy suficientemente la gracia de la remisión de los pecados y de la vida eterna y satisfizo muy suficientemente por todos. Por eso, no es lícito decir que nuestras obras merecen la gracia (o remisión de los pecados), ni la vida eterna, ni que satisfacen por nuestros pecados. Decir eso sería hacer un agravio a Cristo, pues es una blasfemia atribuirnos a nosotros mismos lo que es propio de Cristo, y sería quitarle valor al mérito satisfactorio de Cristo, ya que si le hiciesen falta nuestros méritos y satisfacciones, sería insuficiente. Apoyan esta afirmación con muchos textos de la Sagrada Escritura. En primer lugar, prueban que nuestras obras no merecen la remisión de los pecados con lo que dice San Pablo a los Romanos y a los Gálatas, de que no somos justificados por las obras sino por la fe, según lo que dice Abaduc 2, 4: el justo vivirá de la fe.
Y luego con lo que le escribe a Tito [3, 5]: nos salvó no por las obras de justicia que hicimos, sino según su misericordia, y con lo que les escribe a los Efesios 2, 8:con la gracia habéis sido salvados por la fe, y eso no por vosotros sino que es un don de Dios, y no por las obras, para que nadie se enorgullezca.
Que no merecemos la salvación por las obras sino por un don de Dios, se apoya en lo escrito a los Romanos 6, 23: la paga del pecado es la muerte y la vida eterna es un don de Dios.
Y para lo mismo y para probar igualmente que las obras, por muy justos que seamos, no satisfacen por los pecados, se añade aquello de San Lucas 17, 10: cuando hayáis hecho todo lo que os está mandado, decid siervos inútiles solitos, "hicimos lo que teníamos que hacer".
Si los que hacen todo lo que Cristo les manda son siervos inútiles, no merecen entonces recompensa; y por lo tanto, mucho más inútiles serán para satisfacer los que no han guardado todos los demás mandamientos sino que necesitan satisfacción por sus pecados.

En cuanto a los textos con los que se manifiesta la suficiencia del mérito de satisfacción de Cristo para nosotros, podemos omitirlos porque en esto no hay discusión.
Por consiguiente: los luteranos enseñan que hay que practicar las buenas obras porque han sido mandadas por Dios y porque son frutos de la fe que justifica, no porque merezcan para la vida eterna ni porque sean satisfactorias por los pecados.

Qué se entiende por ‘mérito’ y de qué modo se entiende en el tema que tratamos
Quid et quomodo intelligatur meritum in proposito

Antes de declarar si nuestras obras son o no meritorias, hay que explicar brevemente qué significa el «mérito» y cómo entienden los teólogos que se dé en nuestras obras según el tema que tratamos. Se llama mérito a la obra voluntaria, tanto interna como externa, a la que en justicia se le debe una retribución o premio, según dice el Apóstol a los Rom. 4, 4: al que obra, la retribución no se le imputa como un favor sino como algo que se le debe.

El mérito supone entonces cuatro cosas, a saber: la persona que merece; la obra voluntaria, que es el mismo mérito; la retribución debida al mérito; y la persona que da la retribución, pues en vano merecería alguien si no mereciese de alguna persona la retribución que se le debe dar. Y corno aquí se trata de nuestro mérito ante Dios, hay que explicar como es que los hombres merecen de parte de Dios una retribución por su obra.

Parece difícil que en justicia Dios le deba una retribución a nuestra obra, porque entre nosotros y Dios no hay relación de justicia en sentido simple y absoluto, según aquello: No entres en juicio con tu siervo, Señor [Sal. 142, 2], sino que la relación de justicia se da sólo en cierto modo, mucho menor que la que hay del hijo hacia su padre o de un esclavo hacia su dueño, puesto que nosotros somos más pequeños en relación a Dios que un esclavo humano en relación a su dueño humano, o que el hijo en relación al padre que lo engendró según la carne. Por eso, si es cierto, como se dice en el libro 5 de la Etica, que entre el esclavo y su dueño, y el padre y su hijo, no hay una relación de justicia sencilla y absolutamente sino sólo en cierto modo, mucho menos la habrá entre nosotros y Dios.

Como todo lo qué es del esclavo es de su dueño y el hijo no puede devolverle lo equivalente a su padre, se niega que entre el dueño y su esclavo, y el padre y su hijo, haya relación de justicia sencilla y absolutamente. Con mucho más motivo, todo lo que es del hombre es de Dios, y mucho menos puede el hombre darle a Dios lo equivalente.
Por consiguiente, el hombre no puede merecer algo de parte de Dios de modo que se le deba en justicia, a no ser que se le deba con una justicia tan atenuada que sea muchísimo menor que la relación de justicia del dueño a su esclavo y del hijo a su padre.
Con todo, esta relación de justicia tan atenuada ni siquiera se halla entre el hombre y Dios de modo absoluto -porque hablando absolutamente, toda obra voluntaria buena del hombre se le debe a Dios, y cuantas más y mejores obras, internas o externas, posee el hombre, más se las debe a Dios, puesto que el mismo Dios es quien obra en nosotros el querer y el llevarlo a cabo [Fil. 2, 13] y todas nuestras obras-.

Sino que, este deber de justicia atenuado entre el hombre y Dios existe por la ordenación Divina con la que Dios ha ordenado que nuestras obras sean meritorias de parte de El. Esto se prueba, porque cuando el hombre merece algo dé parte de Dios, Dios no se hace ni es deudor del hombre, sino de Sí mismo; si por el contrario, este deber de justicia atenuado existiese entre el hombre y Dios de modo absoluto, Dios le debería al hombre la retribución que mereció; mas está claro que Dios a nadie le debe, como dice San Pablo a los Rom. II, 35: ¿quién le dio a El primero para que se le retribuya?

De modo que Dios se debe sólo a Sí mismo el cumplir su voluntad con la que le confiere a la obra humana que sea meritoria, dándole al hombre la retribución de su obra.
Esto es algo cierto y fuera de duda, hablando de modo simple y absoluto; pero por otra parte se da por supuesto el acuerdo hecho entre Dios y el hombre sobre una cosa, pues así como entre los hombres si un dueño cierra un trato con su esclavo de ahí nace un deber de justicia entre ambos, así si Dios se digna hacer un pacto con el hombre de ahí nace una obligación entre ambos sobre lo que quedó pactado. A menudo leemos en el Antiguo Testamento que Dios se dignó hacer pactos con los hombres.

En Génesis 9, 11 está escrito el pacto de Dios de que ya no habrá más un diluvio universal. En Génesis 15, 18 Dios hizo un pacto con Abraham sobre la tierra de Canaán que le iba a dar a su descendencia. En Génesis 17, 4 se cuenta el pacto de la circuncisión y en Éxodo 24, 8 Moisés dice: Esta es la sangre del pacto, etc. También en Jeremías 31, 31-33 Dios habla claramente del pacto de la nueva y antigua ley.
En el nuevo Testamento, nuestro Salvador muestra a Dios en la figura de un padre de familia que lleva a los obreros a la viña y que conviene con ellos sobre la paga diaria, como queda claro en Mateo 20, 2: habiendo convenido en un denario por día, los envió a la viña; y luego: ¿acaso no os pusisteis de acuerdo conmigo?

Con esto queda claro que la razón de mérito, incluso en justicia, puede halla sé en nuestras obras con referencia al premio, sobre el cual Dios hizo un acuerdo.
Desde luego, hay que saber que por mucho que intervenga un pacto entre Dios y el hombre sobre un premio, Dios nunca va a ser ni es deudor nuestro, sino deudor de Sí mismo, de modo que una vez hecho el acuerdo, a nuestras obras se les debe el premio que se convino, pero no por eso Dios es deudor de nosotros sobre ese premio, sino de su voluntad antecedente con la que se dignó hacer un pacto con nosotros y por eso con mucha verdad decirnos que Dios no le debe a nadie sino a Sí mismo.

En nuestras obras, con relación a Dios, podemos hallar entonces una doble razón de mérito: o según un derecho atenuado o según un acuerdo, y así nunca nos debe nada a nosotros. He dicho esto para que se entiendan todos estos términos cuando se usan para hablar de nuestros méritos ante Dios.

5 comentarios:

  1. Alonso, ¡qué maravilla! Así se entiende y se explica mucho más nuestro mérito, un mérito por el que Dios no es deudor de nosotros, sino deudor de Sí mismo... Y aun así... no pretendamos que quede en eso sólo, porque esa deuda que Dios contrae consigo mismo es precisamente hacerse deudor nuestro, en un acto de amor que sobrepasa toda justicia. Por otra parte, no se hace deudor nuestro, sino deudor de Cristo, en cuyo sacrifiicio se insertan nuestras obras, es cuyo Cuerpo Místico nos insertamos nosotros.

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  2. Relacionado con este tema, pongo aquí un resumen (de la Gran Enciclopedia Rialp) que me ha parecido muy interesante sobre el II Concilio de Orange (siglo VI), que refuta el semi-pelagianismo basándose mucho en la doctrina de San Agustín:

    Se define la existencia del pecado original y enumera sus efectos (1-2). La gracia, se enseña, es necesaria y gratuita y prepara en nosotros el querer (3-4); el mismo initium fidei es don de Dios, que suscita en el alma el deseo, la súplica, el afecto piadoso (6); la impotencia de la naturaleza para todo acto saludable es absoluta (7-8). Vienen a continuación 17 sentencias sacadas de los escritos de S. Agustín: el auxilio divino es necesario para obrar el bien y evitar el mal, auxilio que los santos imploran para poder perseverar en la virtud y llegar a buen puerto (9-10). Somos tan indigentes que nadie puede ofrendar cosa alguna a Dios, si Él no se lo otorga (11); el amor de Dios nos hace opulentos y no espera mérito humano (12). El libre albedrío quedó malherido por el pecado de Adán, pero fue restaurado por Cristo (13). Para que el mísero salga de su miseria viene en su ayuda la misericordia divina, porque el libre albedrío puede arruinar nuestra herencia, pero sólo la mejora la gracia (14-15). Nadie, pues, se gloríe en sí mismo, ni en su fortaleza, ni en sus buenas obras (16-18). La salvación es obra de Dios y del hombre, pero éste nada puede sin la gracia del cielo (19-20). Naturaleza y gracia es el título del can. 21. El can. 22 declara que el hombre sólo tiene de propio mentira y pecado; para interpretarlo rectamente, hay que recordar que el habet del texto tiene, en el léxico agustiniano, sentido de propiedad. Cumplir el querer de Dios entraña vida permanente en Cristo: Él vid, nosotros los sarmientos (23-24). Finalmente, amar a Dios es don de Dios (25). En la conclusión, obra de Cesáreo de Arlés, se concreta la doctrina de la Iglesia en materia de predestinación, gracia y libertad (cfr. Denz.Sch. 371397).

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  3. Hay que matizar mucho en este tema de la gracia; el protestantismo ha formado una verdadera maraña con la doctrina cristiana. Creo que, si daño hacen los errores de Lutero, casi mayor daño hacen sus ambigüedades maliciosas, la confusión que sembró al enunciar su doctrina en oposición a una doctrina católica defectuosamente denunciada. Sus afirmaciones simples -como la "sola fide"- encierran una complejidad diabólica, como el nudo de una maraña de hilo. Además, Lutero contesta, como suelen hacer los peores herejes, no a la verdadera doctrina católica, sino a una doctrina católica caricaturizada, deformada por él. Esto, que se ve claramente en su denuncia de las indulgencias, sucede también cuando habla de la justificación.

    Sin embargo, da la impresión de que la mayoría de los protestantes actuales están mucho más cerca de la doctrina católica en este tema que Lutero y Calvino. Pero hay muchas cosas que matizar. Como siempre, la verdad es muy trabajosa...

    El primer punto es que la doctrina que interpretan de San Pablo sobre la justificación, es en buena parte correcta y muy bueno conocerla, pero se refiere a la justificación inicial del impío, no a la justificación final, no se refiere a aquella que es resultado de la vida del hombre y que le hace ir al Cielo. Una persona adulta no bautizada -el caso de muchos a los que san Pablo predicaba- es llamada a la conversión por Dios. Movido por su gracia, se predispone a la justificación por el asentimiento libre a la fe. Y entonces, por el sacramento de la fe que es el Bautismo, esa persona con esa fe imperfecta, queda justificada por los méritos de Cristo. Esa primera justificación no puede venir merecida por ninguna obra, ya que ninguna obra humana es meritoria antes de la justificación. Hasta ahí, la doctrina católica y la de muchos protestantes actuales coincide (no así los calvinistas extremos -los que mantienen la idea de Calvino en este tema-, que no aceptan esa predisposición para la justificación mediante el asentimiento libre a la fe).

    Es a partir de esa justificación inicial, cuando las obras humanas, hechas en Cristo, empiezan a ser meritorias, y no sólo para el perfeccionamiento, como creen los protestantes, sino para la propia justificación. Porque no olvidemos que, según la sana doctrina cristiana (católica), la justificación debemos mantenerla toda la vida ("el que está justificado, justifíquese todavía", dice Ap 22,11), porque podemos perderla. En este sentido dice el Concilio de Trento que las obras nos justifican: no se refiere a la justificación inicial, sino a la justificación de los que ya están justificados, de los que ya están en gracia (lógicamente). Es decir, se refiere a la perseverancia. Perseveramos por la fe y las obras, haciendo el bien, evitando el pecado, orando para pedir a Dios que no nos deje caer en la tentación.

    Aquí, y no en otra parte, está la gran diferencia entre los protestantes actuales y la sana doctrina cristiana, según creo: precisamente, en el "salvo, siempre salvo", que es evidentemente un invento del demonio (ellos creen que el que ha recibido verdaderamente la fe, ya no puede caer y condenarse, ya no va a apartarse nunca de Cristo).

    Hasta lo de las obras se puede conciliar, porque los protestantes actuales han abandonado las barbaridades de Lutero y Calvino, que negaban la importancia del pecado, y aceptan, como dice Espíritu Santo en la carta de Santiago, que la fe sin obras está muerta. Y con San Pablo en Gálatas, cree que nos salva la fe que obra por la caridad. Por eso, la declaración conjunta luterano-católica creo que tiene un gran acierto al afirmar que somos salvados por la fe viva, la que obra por la caridad.

    El error está -según creo-, no tanto ahí, sino, como ya he dicho, en el tema de la perseverancia, de la necesidad de perseverancia.

    Y por supuesto, el error mayor es rechazar la Iglesia como presencia y autoridad de Cristo en medio de nosotros. Ésa es la fuente de los otros errores.

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  5. Que bien explicas lo de fe y obras, esta ha sido una gran polémica en otros blogs y en facebook, es que hay veces que cerramos nuestra mente a las mociones del Espiritu Santo.
    Gracias.
    Saludos en Jesús y María.

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